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jueves, 24 de febrero de 2011

Migraciones I

Le miraba sentado a la mesa de la cocina, los domingos, concentrado en su jugo de naranja y sus huevos fritos, abstraído después en las páginas del diario deportivo, expulsando el humo envenenado de un cigarrillo. Le miraba, en realidad, y sobre todo en las últimas semanas, con atención, se diría incluso que con una especie de curiosidad académica. 
Cuando el gordo lo notaba, sonreía, asombrado tal vez, y satisfecho, por el tiempo que había sobrevivido esa entrega sin condiciones. Para ella era un gran misterio el desempeño todo de aquel hombre. Le sorprendía sobre todo su falta de capacidad para expresarse, y le abismaba la posibilidad de que, de hecho, él no tuviera nada qué expresar. 
Por casi cuatro años había pensado que, en algún momento, lo diría. Tal vez una mañana se levantase con un plan enloquecido para abandonar su empleo, que tan pocos incentivos le daba, y emprender un audaz negocio por cuenta propia. O comenzaría, poco a poco, a hablar de la enajenación que le causaban las rosas, y proyectaría una estrategia para dejar la ciudad y adquirir una posesión en el campo, empujado por la necesidad ingobernable de cultivarlas. 


Nada menos, el sábado anterior, mientras corría por la senda de arcilla, escuchando su respiración y el golpe de sus zancadas, fantaseó con la idea de que el gordo, aburrido de las cuatro paredes del dormitorio, rentaría una cabaña un fin de semana cualquiera, para cambiar de escenario, para levantarse temprano y respirar la transparencia fría y excitante del amanecer. O quizá una tarde cualquiera comenzaría a explicar el pasmoso asombro que le causaba la organizada vida de las hormigas. Pero no pasaba absolutamente nada. Cada domingo reaparecía el gordo sentado a la mesa de la cocina, mirando su periódico y con una sonrisa idiota entre sus dientes. Ella se recargaba en la ventana y miraba la disposición externa del mundo. 


Los tipos que pintaban sus cuadros en el parque parecían casi siempre complacidos, y a veces, exultantes. Tal vez no eran aristas, no, de hecho era poco probable que lo fueran. Pero ella los había escuchado hablar, cuando cruzaba la plazuela a comprar los bísquets que tanto gustaban al gordo, de arte, como si el equilibrio entero del cosmos dependiera sólo de un pincel. Era absurdo. Pero por alguna razón le parecía que había en ello algo importante, algo inasible y relevante, algo que el mundo mismo quería decirle. Y al mirar por la ventana trataba de desentrañar ese misterio. Un pensamiento llevaba a otro y estos ocasionaban impulsos, sí: impulsos. No es que quisiera pintar, por supuesto, pero, por curiosidad, compró en el bazar callejero una antología de biografía de pintores, y comenzó a leer por las noches, con la luz suave, mientras el gordo roncaba. Nada decía allí que le revelase el misterio, y sin embargo, había algo común en los motivos de esos artistas, según podía colegir, un impulso que les emocionaba. 


Entonces, los domingos, ya ni siquiera se sentaba con el gordo. Servía el almuerzo, y se instalaba al tibio halo de la ventana, a mirar a las criaturas que se movían en la plazuela, entre los fresnos, mientras bebía su café. El horizonte lejano, difuminado detrás del desastre urbano, no era particularmente hermoso. Lo importante era todo cuanto, según ella, debía existir detrás. Quizá personas emotivas, intensas, enfebrecidas de pasión por alguien, por algo, por todo. La mañana que salió por la puerta, para no volver, la verdad es que ni siquiera reparó en el gordo que, contento, aun no terminaba de almorzar.

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