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lunes, 7 de marzo de 2011

El poeta y la otra vida

 

 

Hablaba de la canción del mar, y se sentaba en los montículos de rocas desde donde miraba en una perspectiva indeterminada.
Creíamos que en algún momento, cuando ondulaba las manos en el aire, intentaría lanzarse al agua. Que querría volar. Pero no, el inicial impulso cedía rápidamente y sus movimientos se iban haciendo más suaves, como si penetrara en el aire inasible a otro reino en el que el orden de las cosas fuera diferente, tratando de modelar en el viento la efigie precisa, artística, anhelada, de otra vida. Miraba entonces un momento al cielo, como si le fuera develado un evangelio. Después se iba a su cabaña, para escribir.
Muchas fueron las tardes, las visiones, las líneas, y todo aquello se convirtió en un manuscrito, perpetuamente inconcluso, por supuesto.
Un amanecer, de entre tantos, el poeta apareció muerto, tendido sobre la arena, entre las serenas olas de un océano aburrido, y un puñado de cuartillas en blanco. A las autoridades les fue imposible esclarecer si había muerto ahogado en las aguas o en sus propias palabras.
En el puerto lo acompañaron todos al sepulcro el día que dejó de escribir. Heredó sus textos a todos, pero son pocos los que han tenido las agallas de leerlos. No es miedo de volar, pero persiste la leyenda de que el viento no debe de entenderse sin antes tener una pequeña dimensión del cielo.

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